domingo, 2 de julio de 2017

Marilyn Monroe en el Puente Cristo.



Marilyn Monroe en el Puente Cristo es un poema maldito para mí, para mi pequeña historia, cada vez que lo acometía me acordaba de Peckinpah, era incapaz de tirar a la papelera cualquier cosa que escribía, sin encontrar razones convincentes.
 Articulé el poema a partir de lo que me dijo un compañero de francés cuando me habló del miedo que sintió cerca de la Plaza de África el día que murió John Kennedy. El hombre más poderoso de la tierra había sido asesinado de una manera burda pero efectiva. ¿Quién podría sentirse seguro a partir de entonces?
 Yo era demasiado pequeño para saber siquiera que John Kennedy había vivido antes de morir. Quise estructurar un larguísimo poema sobre la soledad de un mito partiendo de la leyenda que se contaba entonces en los bazares del Paseo de las Palmeras, se decía que Marilyn Monroe, durante los meses que se veía a solas con el presidente, hizo una visita relámpago a Ceuta para intentar distraer la atención de la prensa sensacionalista y para aprender a cantar melancólicamente “El novio de la muerte” para incluirla en su repertorio.
De aquel proyecto solo han quedado fragmentos, estas dos estrofas eran su final, comprendo que a nadie le importe, pero a mí me impresionó aquella corista enamoradiza e irresponsable que esperaba que quitaran la nieve para coger la camioneta mientras era acosada por un cowboy impresentable que más que inocencia primaria transmitía una misoginia espeluznante y una inteligencia inexistente, servidumbres del guion; James Dean había muerto y, además no era alto ni fornido.

Después de haber tocado con la mano
la democracia de la nueva frontera,
abre su bolso y no busca el pintalabios
para impregnar sus besos en los escaparates
de los bazares
del Paseo de las Palmeras
donde se exhiben las conchas de los mares del sur
y los gatos se visten de azul cuando el viento
acaricia el norte de la bahía,
sino para dibujar en las paredes
el aullido recitado en las calles
cuando los derechos civiles no habían regresado
con los santos que se fueron de paseo,
para dejar su huella de carmín en las aguas
poco profundas del atracadero de las horas muertas
donde duermen los viejos marineros que no volverán
a cruzar el foso,
donde sueñan los niños desde las barandillas
cuando hacen robona y juegan a las cartas.

Yo sé que Marilyn se siente confundida en este puente,
como esa mirada triste y miope que escruta
las facturas dolorosas que siempre se pagan,
como esa voz sin destino que se ahoga en un vaso de ginebra,
como esas manos temblorosas
que ya no escriben poemas de amor  y esperanza
entre las flores que huelen a silencio
cuando se depositan en una lápida sin nombre,
sino anotaciones en las hojas
de la novela que Camus no pudo terminar mientras ella la leía.
  

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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.